LA CULTURA ALCOHÓLICA


En la sociedad actual en la que nos desenvolvemos siempre se escucha que pertenecemos a una cultura alcohólica. No están del todo lejos de la realidad. Pero, ¿es acaso Ecuador un caso aislado? ¿Es Sudamérica o la gente latina?. Analizando nuestro sector continental, vemos claramente que cada país tiene una especie de bebida alcohólica representativa: Colombia, el aguardiente; Brasil; cachaza; Chile y sus vinos; Argentina, el fernet cordobés; etc. Si pasamos al otro lado tenemos a Escocia con su whisky o Rusia con su afamado vodka. Ni hablar de México con el tequila. Nuestro país no tiene un ícono definido, pero se puede decir que “tomamos de todo”, por así decirlo, y los justificativos para hacerlo son válidos, cuanto inverosímiles.

Si ganamos, si perdemos, si algo nos sobra, si algo falta, si estamos decepcionados, si alcanzamos un logro importante, si nos fue bien, si nos fue mal. Cualquier pretexto es bueno para levantar una copa o vaso de algún licor. Y en una celebración, fiesta, caída o como quiera llamárselo, el elemento alcohol es infaltable. De hecho que no haya, es mal visto, o en todo caso muy raro. No distingue clases sociales, género o edad. Quizá algunos se sujetan a sus creencias religiosas y hay que respetarlos; pero es un punto aparte. De ahí en más, el factor alcohol está asociado a nuestra costumbre.

¿Por qué lo hacemos? Su sabor no es del todo agradable. Probablemente solo como acompañamiento de algunas comidas explote su verdadero gusto, pero de ahí en más es amargo y pasa un buen tiempo fermentándose para su consumo. Como ya se dijo antes, los motivos sobran. Si preguntásemos a las personas, por qué se consume, nadie tendría una razón convincente. Pero entre la juventud y por qué no entre muchos adultos maduros, hay una causa singular: el trastorno de personalidad que otorga el licor en ciertas dosis. Curioso como una sencilla y corta cadena que combina químicamente átomos de carbono, hidrógeno y oxígeno nos puede alterar tanto.

Y sí. El alcohol de que nos cambia, nos cambia. Perdemos la percepción normal de cómo vemos las cosas, perdemos la sensibilidad motriz, la noción de cercanía de los objetos, etc. ¿Y qué ganamos? Pues al parecer liberación. Pude sonar absurdo, pero es cierto. Cuando consumimos licor tenemos una especie de apertura momentánea de nuestro “yo interno”, al que no le importa el qué dirán, el que se vuelve un hombre o mujer “capaces de todo”, donde su voluntad está supeditada a sus instintos primarios, a las bajas pasiones, como que saca parte de nuestra esencia oculta. Que no se malinterprete; no he dicho que para ser nosotros mismos hay que beber alcohol. Simplemente es un coadyuvante para que ciertas personas se quiten la máscara con la que andan cotidianamente, es su pase a revelar parte de sí. Mucha gente dice lo que siente, piensa o hace durante una sesión de alcohol. Se sienten más capaces de hacerlo y por un momento se despojan de la vergüenza.

Bien o mal, el licor ha estado presente durante toda la historia en esta y la mayoría de sociedades, salvo puntuales y respetables excepciones. En la nuestra nos vemos abocados a su consumo desde edades relativamente tempranas y no hacerlo en signo de debilidad a los ojos de los grupos sociales. Sin embargo hay que ser firme, si es que esa ha sido nuestra decisión, sin dejarnos llevar por la corriente.  De todas formas, el alcohol tiene su particularidad: ha sido y será, el lubricante social por excelencia.

Escrito por: Paúl Pozo Follow me: @PapoTUMA

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